Trabajo mucho desde la reflexión y con ella. Reflexiones para sacar al exterior, para pensar en alto, para pedir consejo propio, para descansar de las cargas, para crear confianza personal, para salir al mundo, para observar y hacer acción. El mejor camino para curar el alma es la acción.
Esta semana trabajando el duelo en las relaciones, comparto parte de mi reflexión.
Pongo la atención sobre mí y conmigo porque «ningún paciente llega más allá de lo que llega su terapeuta». Me cuido.
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El origen del apego está en el miedo y el miedo alimenta el apego, es la pescadilla que muerde su propia cola.
El miedo como emoción necesaria nos permite defendernos de los peligros, pero puede que el peligro lo creemos nosotros mismos.
No ser amado es el mayor temor del ser humano, verse lejos del amor que somos. Es un asunto de vida o muerte, de supervivencia en su origen. La falta de amor al nacer, puede lanzarnos a la muerte así que nos aferramos a ese poder externo aún cuando dejamos de ser niños.
Creemos perder nuestro centro cuando no lo recibimos y así, complacer a otros para recibir atención, aprobación o afecto que traducimos en amor, se convierte en nuestro objetivo. Esta dependencia la trasladamos a cualquier situación en la vida, al trabajo, al prestigio, a los bienes materiales, a las relaciones… pero no es el verdadero amor.
El verdadero amor viene y nace del interior y se dirige hacia uno mismo. Se genera, regenera y nace por generación espontánea.
Nos alejamos de ese miedo a no ser aceptados, aceptándonos a nosotros mismos. Me amo, me estimo porque así lo decido, porque me da la gana, con inmenso placer, disfrutando de mi presencia y sin miedo a ser menos. Desde aquí, desde el poder sobre mí mismo, disfruto de otros sin miedo a que me lastimen, a creer que no puedo respirar sin ellos y sin terror al necesitar, porque en el fondo estoy únicamente yo.
Es la realidad de la vida, nuestra única presencia es la esencia y es la que tenemos que alimentar.
Desde el amor, siempre desde el amor.