Sí, lo reconozco. Pertenezco a ese selecto y cada vez más numeroso grupo de personas que prefieren meditar a medicar-se. Algo que he escogido y que hago sin esfuerzo y a diario.

Mi casa está lejos de ser un remanso de paz, tengo tres hijas y al dulce tormento de mi marido. Surgen imponderables infantiles a los que hay que atender porque es lo que toca. No tengo un sitio especial, no usos velas, inciensos, ni altares. No necesito música ni guía pero todos los días dedico un tiempo a ser consciente de mi compañía.
La respiración, el pensamiento, las sensaciones en el cuerpo, la emoción, incluso la meditación del pañal o del caminar, son focos sobre lo que pongo mi atención. Me escucho, observo mi interior con aceptación, compasión y esmero. Dentro de mí está la sabiduría que me sirve y me dirige.
Atestiguo. Atestiguo mis emociones incómodas porque sé que es la vía para recuperarme rápidamente. Llego a la apertura y logro mantenerme en la serenidad cada vez por más tiempo. Mi mente se distrae y vuelvo a llevarla donde necesito que esté; a la calma.
Sí, yo medito y hago muchas cosas más que sólo parecen más mundanas, profanas, convencionales y cotidianas. También utilizo otros hábitos mentales saludables que promuevo y recomiendo. Tengo mi particular protocolo para hacer que mi razón acompañe a mi corazón; son cosas sencillas, fáciles, baratas y sin efectos secundarios, que me hacen sentir bien. 
Lo que hago es trasladar la teoría a la práctica porque sé que tiene efectos profundos en mi vida.
Así que manifiesto mi gratitud.