Me gusta que mis hijas se sientan parte de algo más grande que las integra y las sostiene. Es algo que fomento, haciéndoles ver que ellas son el punto de partida y de llegada. Promuevo unos valores que se acercan a la religión del Yo o a esa espiritualidad llamada Autoestima.
Mis hijas, como todos los niños,  están llenas de asombro y respeto. Son ojos grandes descubriendo un mundo confiable y al que merece la pena entregarse. Salen de ellas pensamientos capaces de crear y de forma natural consiguen, sin más.
Les permito ser y se abren a otra dimensión. A la del sentido de la vida dentro de la imaginación. Esto las motiva para quererse y creerse capaces. Todo es comprensible y, como el aliento, las llena de fuerza y de plenitud uniéndolas con la alegría, con la capacidad de maravillarse, con el instante presente, con la serenidad de lo misterioso.
Alguien me dijo una vez: ¡Qué pena que cuándo somos pequeños no aprendamos nada!
Entorpecidos y ciegos creemos que el conocimiento es sabiduría y eso…¿es realidad?
Me inclino ante los niños. Ante su intuición, su presencia en la vida, ante el mostrar de sus emociones, ante el sentirse magníficos y en constante conexión con lo que respiran.
¡¡Cuánta capacidad de ver y cuánta vivencia esencial!!
Yo las educo y mis hijas me enseñan. 
Son mis maestras. 
Han venido para eso. 
Han venido para ser.

Gracias a la vida.
                                                                      Maravillosa ilustración de Amada Cass